CENTRO CULTURAL SAN FRANCISCO SOLANOCENTRO CULTURAL SAN FRANCISCO SOLANO
CENTRO CULTURAL SAN FRANCISCO SOLANO. LA PERCANTA*

LA PERCANTA*


LA PERCANTA*

Por: Leonora Acuña de Marmolejo

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En un delirio erotomaníaco se quedó dormida en los brazos de Morfeo. Así la encontraron cuando el alba con las primeras luces del día empezaba a desgarrar las últimas sombras. Estaba tendida sobre la acera con su vestido oscuro y ancho como solía usarlo quizás en un afán por disimular el rollizo cuerpo con que Natura la había dotado. Allí en su lasitud, en pálida languidez, se destacaba aún más su negro pelo que acostumbraba a llevar anudado en la nuca con una bella chignón sobre la que lucía peinetones de nácar y carey ricamente enjoyados con aljófar.
—¡Quién lo pensara! ¡Es Rosa de la Fuente, la ramera! ¡La Percanta! —Decían los transeuntes al verla.
Rosa era una mujer muy donosa, de busto exuberante, estevada, que exhibía unos destellantes dientes recubiertos con oro, al sonreír con su jocunda risa de mujer joven. Se decía que era ninfomaníaca, razón por la cual, al quedar viuda de su primer esposo, y al no tener más la complacencia de su marido -que su libido le demandaba-, se había dado desde entonces la libertad de romper los estrictos cánones de moral de aquel pequeño pueblo y de la sociedad a la cual pertenecía, buscando por las noches en las cantinas y en las calles, la manera de llenar su necesidad.
Sin cuidar de la dignidad que conllevaba su apellido de alta alcurnia, y cual una pindonga nochera, con procacidad y desparpajo, se sentaba en las mesas de las cantinas, esperando a ser elegida; o salía con más audacia aún, e impudentemente a buscar el amor libre por las estrechas calles del poblado.
La llamaban La Percanta desde cuando vivía su esposo, porque se sabía que a sus espaldas le ponía los cuernos viviendo en amasiato con otros hombres, para calmar el furor erótico que su media naranja no lograba saciar.
Aquella noche había salido temulente y tambaleante del bar Las Tres Esquinas en donde había libado hasta ponerse ebria, en compañía de Belisario Cárdenas, un gamonal tosco y petulante, con aires de macho cabrío, a quien le llamaban por el apodo de “El Caballo Padrón” porque se decía que había engendrado a muchos hijos por todos los alrededores del pueblo, lo mismo que entre su servidumbre. Se sabía también que en forma por demás nefanda, solía comprar a las hijas adolescentes de los trabajadores de sus fincas, quienes terminaban cediendo bajo sus amenazas y sus presiones, y a quienes “les pagaba muy bien” bajo la única condición de que las niñas fuera vírgenes aún, pues deseaba tener con ellas el antiguo “Derecho de Pernada”.
Belisario Cárdenas siempre había deseado poseer a Rosa “La Percanta”, por la sexualidad que respiraba por sus poros, mas en su lúbrica pasión y despechado por los desdeñosos desplantes de ella, no sabía cómo derrotar la indiferencia con la que esta le respondía. A ella no podía tentarla con su dinero, ya que Rosa vivía en su villa de Riofrío muy cómodamente y rodeada de criados y de gran bienestar, no sólo por los bienes de fortuna de su acaudalada familia, sino porque además había engrosado en mayor cuantía ese patrimonio, al heredar de su esposo varias haciendas y tierras ganaderas.
Así pues, Belisario a como diera lugar, casi obsesivo y caprichoso quería poseerla desesperadamente con una lujuria exacerbada aún más por sus desprecios. Llegó a desearla con rabia, pues la sabía desbordantemente hambrienta de sexo, pero sus apetencias lúbricas, chocaban contra el acantilado altanero del deliberado rechazo de ella.
Aquel día, bien fuera por la inconsciencia de su borrachera, o por los estudiados ardides de Belisario, ya al amanecer, Rosa salió de la cantina del brazo de él; apenas si podía sostenerse en pie, y allí en plena acera, cual una ménade enardecida y frenética abriendo sus rasgados ojazos oliváceos, y en un ademán perentorio y procaz le dijo con su pastosa voz ebria y entrecortada por el hipo:
—¿Y no dizque querías tenerme? ¡Pues aquí me tienes! —le dijo con procacidad desafiante—. Y lo urgió a tener sexo allí mismo, en plena calle bajo los últimos cendales del rocicler mañanero en donde aún parecían dormir algunas estrellas fugaces. Allí mismo bajo el chirriar de los grillos trasnochados, y de las últimas luciérnagas erráticas que aún deambulaban entre las sombras fugaces huyendo de la luz que ya se vislumbraba, el hombre la complació poseyéndola frenéticamente hasta dejarla exánime cual un lirio desmayado. Pero en un arrebato trafalmejo de lujuria y depravación, delirante y jadeante como un perro cansado, y en un oscuro deseo de venganza por los desaires sufridos de parte de ella, antes de retirarse de su oprobioso acto, colocó entre sus desnudas piernas nacaradas una pequeña bandera en donde escribió en letras mayúsculas y en color rojo: “Eres una ramera realmente despreciable. Eres una pelleja, una ‘Mediagamba’”. Así la encontraron horrorizados los primeros transeúntes que por allí pasaban, y como es de imaginarse estos fueron los mensajeros del diablo, propagando la infausta noticia por todo el pueblo y pueblos vecinos. Es de anotar que nadie nunca comprendió, porqué Belisario Cárdenas aquella deplorable noche la llamó “Mediagamba”…
Este triste suceso se tornó en vox pópuli y comidilla sazonada que alimentó por mucho tiempo la fantasía de Riofrío, rompiendo su monotonía y volviéndose parte de su folklore y sus leyendas tradicionales.
Después de tan vergonzosa y deletérea escena, su familia -de acuerdo con ella-, y para cubrir la infamia, hizo arreglos con una familia amiga de Madrid para que Rosa se fuera a vivir allá por un tiempo prudencial, el que consideraron suficiente para cubrir el escarnio mientras el pueblo olvidaba.
Después, cuando se creyó que el manto del olvido había cubierto la vergüenza de aquel pasaje de ludibrio, Rosa regresó, mas ya no llegó a su antigua villa de Riofrío sino que se fue a vivir a la ciudad de Tuluá localizada al centro del Valle del Cauca, a unos kilómetros de aquella. Quería estar lo más lejos posible de esa tierra que había sido testigo de tánta infamia y desventura, y que en forma tan dolorosa y deplorable la había marcado con el carimbo del descrédito y la desvergüenza.
Allí a Tuluá había llegado a residir Robert Wilson, “un gringo” como eran llamados por entonces los oriundos de la tierra del “Tío Sam”. Este, ignorante de la infamante historia que arrastraba Rosa, se enamoró de ella, y al saber que era una mujer acaudalada, se sintió mucho más entusiasmado. Pero bien fuera por la desinformación de la gente, o porque él en su muy limitado conocimiento del idioma español no hubiera entendido la historia de escarnio que conllevaba esta despampanante mujer, a los pocos meses y tras de un corto noviazgo, formalizó su relación y se casó con ella en una simple y privada ceremonia desprovista del más simple protocolo. De esa manera Rosa se convirtió en la respetable Señora Wilson, “la mujer del gringo”, como la llamaron.
A los pocos meses nació la primogénita, bella y blanca como una azucena, a la que bautizaron con el nombre de Rossie como la abuela paterna.
Pasado un tiempo de deliberado aislamiento por parte de Rosa y bajo el convencimiento de que ya su dolorosa historia con el tiempo transcurrido se había borrado de su villa, regresó a pasar una temporada con su familia.
Cuando llegó el domingo de Pascua de Resurrección, quiso exhibir con orgullo a su esposo gringo y a su precioso retoño. Con sus mejores galas y del brazo de su flamante marido quien a su vez llevaba cargada y con gran orgullo a la pequeña hija de los dos, se dirigió a la iglesia para asistir a la misa solemne de las doce del día. Aquella mañana abrileña Rosa atravesó la amplia Plaza del Samán (llamada así por la gran cantidad de árboles de esta clase que había allí), también abanicada por airosas palmeras bajo cuya sombra, sentados en bancas de madera y en franca camaradería, algunos parroquianos esperaban el tercer repique de las vetustas campanas, para acercarse al templo colonial que cual una blanca paloma irguiéndose hacia el cielo con su frontispicio de espadaña encalada, custodiaba la esquina de la plaza.
Cuando Rosa pasó, la memoria visual de su gente fue adversa a su recóndito deseo de pasar inadvertida. Al ser reconocida, uno de los parroquianos rompiendo su asombro preguntó a otro: —Esa que allí va, ¿no es Rosa de la Fuente, La Percanta? ¿La media Gamba?
En cuestión de segundos el murmullo se hizo grito en medio de las miradas de soslayo llenas de burla y de desprecio. Ella entonces se sintió derrotada y abatida pero en un esfuerzo supremo por vencer la situación, continuó su camino y sacando fuerzas de flaqueza, se irguió más y airosa levantó el rostro aún hermoso, y mirando con sus ojazos oliváceos a un punto perdido en el horizonte, avanzó garbosa, como si lo que ocurría no tuviese que ver nada con ella. Pero ocurrió que al llegar al atrio del templo un hombrecillo despiadado y cruel figura típica del pueblo cuyo nombre de pila era Juan , pero a quien todos llamaban con el apodo de Tetejuán porque era tartamudo, mirándola de soslayo con sus ojillos bizcos, le gritó a boca de jarro: “Es la…la…me… me… dia…la…la…media…media…gamba…; es la…la… pe…pe…, pepe… la pelleja; es la pe…pe…per…canta…; ti…tire…tirenle…pi…pi…piedras.”
Rosa estaba anonadada. Sintió como si su cuerpo empavorecido no fuera capaz de sostenerla en pie, y trémula apretó aún más el brazo de su marido quien inocente de los antecedentes de ella no comprendía esa absurda situación; no la comprendía del todo, aunque a juzgar por los ademanes furiosos e imprecatorios de los amotinados, los gritos y las miradas desdeñosas, intuyó como en las nebulosas, que se trataba de algo grave con su honey.
Ante situación tan crítica, Rosa dio la vuelta sin soltar el brazo de su marido, quien conocedor del carácter emotivo y la sangre caliente de los de la raza de su mujer, se sintió atemorizado. El populacho quiso cerrarles el cerco, y ellos entonces se vieron obligados a caminar más de prisa, para no ser rodeados por aquella cáfila pueblerina que al verlos cual conejos asustados, gritaban aún más frenéticamente y enardecidos como si hubiesen visto al mismísimo Lucifer, al tiempo que se santiguaban diciendo:
—¡Es La Percanta! ¡Es la Media Gamba! ¡Ha regresado! Y…¡casada!
Así, apressurando el paso, Rosa y su abismado y sorprendido marido, lograron traspasar el cerco de los curiosos cuando un chofer de taxi, quizás también intrigado, se había acercado hasta la turbamulta y muy socorridamente les ofreció sus servicios para trasladarlos a su casa, en donde al llegar, mister Wilson en un gesto de apurado agradecimiento le ofreció una saludable propina de cinco dólares la que estampó en su rostro de “chofer salvador”, una amplia sonrisa de oreja a oreja…
En esta forma tan particular, Rosa se había convertido en una leyenda más para el acopio demótico de su gente, y de la gente que a más de no quererla por la envidia de saber que había nacido mimada por la fortuna -para ellos esquiva-, la repudiaban hasta con saña ferina, por su infamante historia…
“El pueblo no olvida”, se dijo ella con amargura y dolor, para su fuero interno. Y se cuenta que en un ostracismo voluntario, se había residenciado de por vida a la ciudad de Los Angeles, en Estados Unidos la tierra natal de Robert Wilson su marido; que nunca más había regresado a aquel pueblo de infamia que la llenó de escarnio; pero en las honduras de su alma y de sus obsesivas pesadillas, siempre repercutían estas palabras: es ¡La Media Gamba! ¡La Pelleja! ¡La Percanta…!



* Del libro “Fantavivencias de mi Valle” Ed. René Mario. 2012